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Estás en la cama, una enfermera te toma de la mano y dice que vas bien. La dilatación es dolorosa, respiras, aprietas los puños, cuentas hasta diez. Pujas, cierras los ojos, te animan, el cuerpo secuestrado, susurras. “Levanta la barbilla”, “más fuerte”, “fuerte cariño”, “sigue”, “ya vas”. Gritas. Aguantas, pujas de nuevo. Empujas, levantas la cabeza, usas todo tu cuerpo, parece que vas a morir. “Empuja, empuja”, “más largo”, “lo haces fenomenal”. “Muy bien”. Duele, sientes los huesos como torniquetes, se te acaba el aliento y a punto de rendirte asoma una cabeza en medio de tus piernas. El primer hijo, un llanto desolador que los une para siempre. Aunque quizás tú no lo quieras. Al mismo tiempo, nace otra fuerza, una energía que brota de tus lágrimas y del dolor. Algo sin forma o imagen, pero es una presencia a la que temes.  Miras a esa pequeña bola de carne que parece humana, te preguntas con todas las dudas por su futuro. El hombre entra con una sonrisa, carga a su hijo y te da un