Cuando escribo imagino que ese algo vive dentro de mi y muerde todas mis paredes hasta desatar el lugar más ambiguo de mi mente. Los monstruos salen con la piel arrugada, repletos de pelo, sus ojos parecen rosas marchitas que van creando un jardín cada día más seco en mi memoria. Podría decirse que mi cuerpo se convierte en una entidad grotesca donde pierdo brazos, piernas y mi voluntad. Esos seres tienen la boca llena de dientes afilados y mandíbulas caídas. Me destruyen lentamente. A veces alcanzo a rasgar las sabanas cuando recién despierto o levantarme para ir a trabajar. Me resbalo en el piso por el flujo que dejan en mi pie. Y todo se vuelve a perder, un remolino de papeles vuela en mi escritorio. No hay duda, son ellos otra vez. Agarro con fuerza un cuchillo y voy apuñalándolos una y otra vez mientras mi sangre ensucia la fotografía del día de mi boda. Ese día en el que me volví esclava de la casa y lo encontré en la cama con nuestra doctora, una científica que cuidaba de nuest