Parto
Estás en la cama, una enfermera te toma de la mano y dice que vas bien. La dilatación es dolorosa, respiras, aprietas los puños, cuentas hasta diez. Pujas, cierras los ojos, te animan, el cuerpo secuestrado, susurras. “Levanta la barbilla”, “más fuerte”, “fuerte cariño”, “sigue”, “ya vas”. Gritas. Aguantas, pujas de nuevo. Empujas, levantas la cabeza, usas todo tu cuerpo, parece que vas a morir. “Empuja, empuja”, “más largo”, “lo haces fenomenal”. “Muy bien”. Duele, sientes los huesos como torniquetes, se te acaba el aliento y a punto de rendirte asoma una cabeza en medio de tus piernas. El primer hijo, un llanto desolador que los une para siempre. Aunque quizás tú no lo quieras. Al mismo tiempo, nace otra fuerza, una energía que brota de tus lágrimas y del dolor. Algo sin forma o imagen, pero es una presencia a la que temes.
Miras a esa pequeña bola de carne que parece humana, te preguntas con todas las dudas por su futuro. El hombre entra con una sonrisa, carga a su hijo y te da un beso en la boca como para remediar ese ente en el que te has convertido. Juntos se van a la casa, el bebé es casi un ángel duerme sin hacer algun ruido en su pequeña cuna, sin necesitar tu regazo. Por su parte, él se mueve por toda la cama, habla dormido y llora. Piensas despertarlo, pero no. Un poco de angustia no le vendría mal, ya que ni siquiera pudo estar en el parto. Sientes la presencia de alguien más, no te molesta o agobia, al contrario casi la comprendes. También es tuya. Al día siguiente, el hombre se levanta escupiendo sangre, se ve terrible y tú le muestras el morado de tu cuerpo. Amamantas al bebé con tristeza porque se ve tan frágil y tan necesitado de una madre que lo quiera.
Le das un beso. Durante el día, la presencia hace una torre de platos sucios, te arranca el pelo y te obliga a mirarte en el espejo. No te reconoces tuya. Limpias la mierda del bebé como una insignificancia, no te parece asqueroso e incluso hueles el pañal. Quieres todo su olor. Tu pareja vomita sangre e incluso pareciera que ha perdido peso, pero es casi imposible. No puede ocurrirle tanto a un hombre, una mujer siempre está rota desde que menstrúa. Piensas que lo miras de esa forma por tu cansancio.
Han pasado cinco días, parece que te recuperas y ya tienes aliento de maquillarte. Te has acoplado al bebé. Sin embargo, el hombre está muy detereorado. Lo van a internar en el hospital para saber qué tiene. Tienes miedo de perderle, aunque la presencia te abraza siempre, lo sientes en el cuerpo. En la noche regresas sola a casa, le cantas al pequeño hasta que deja de mover las manitas. Lo acuestas y piensas en tu esposo, su debilidad por morderse las uñas, sus ronquidos, el placer que siente cuando estás encima de él. Te horriza que no salga de esta, debiste quedarte a su lado, pero él insistió que no era un lugar para el pequeño.
La presencia se apodera de tu mano y te masturbas para olvidarlo todo. Te recuestas sobre la cama y puedes tener los ojos abiertos, sin fingir que duermes. Esperas que pasen las horas como para que el bebé ya despierte, te asomas a la cuna y no se mueve. Lo levantas, pero no respira. Está muerto. Te sientas en el piso y la presencia te entra por todo el cuerpo. Impotente, sacudes al niño con desesperación. Miras por la ventana, la presencia te vino a recordar todo: los humanos son tan frágiles que exterminarlos sería su salvación. Te arrancas esos senos de carne y llenas aquel hueco entre tus piernas que nunca debió simular estar vacío. Puedes aceptar que eres una extraterrestre. Decides matar a todos.